¿Qué es la libertad? Pasamos gran parte de nuestras vidas siendo esclavos de algo, así que deberíamos entender el significado de esa palabra. Desde niños luchamos para que fuese nuestro tesoro más importante. Luchamos contra nuestros padres, que querían que fuésemos ingenieros, abogados, médicos o arquitectos en vez de escritores, pintores o músicos. Luchamos contra los amigos en el colegio, que ya desde el principio nos escogen para ser víctimas de sus bromas perversas, y sólo después de mucha sangre brotada de nuestras narices y de la de ellos, sólo después de muchas tardes en las que escondíamos a nuestra madre las cicatrices -porque éramos nosotros solos los que debíamos resolver nuestros problemas, y no elllas- conseguimos demostrar que podíamos sobrellevar una paliza sin llorar. Luchamos para conseguir un trabajo del que vivir, trabajamos de repartidores, camareros, para librarnos del famoso chantaje familiar, "nosotros te damos dinero, pero tienes que hacer esto y aquello". Luchamos -aunque sin ningún resultado- por la chica o el chico que amamos en la adolescencia y que nos correspondía, y que acaba dejándonos porque sus padres les convencen de que no tenemos futuro.
Luchamos contra el ambiente hostil del siguiente empleo, donde el primer jefe nos tiene tres horas esperando, y no nos presta atención hasta que hacemos algo realmente absurdo, nos mira sorprendido y, sin saber porque, considera que somos perseverantes y que podemos enfrentarnos al enemigo, cualidades esenciales para el trabajo. Luchamos por un ideal político hasta que descubrimos que escuchar música es más divertido. Luchamos por el amor del primer, segundo y tercer novio o novia. Luchamos para tener el valor de separarnos del primero, del segundo y del tercero, porque el amor no había resistido, y necesitamos seguir adelante, hasta encontrar a la persona venida a este mundo para conocernos, y que no era ninguno de los tres.
Luchamos para tener el valor de dejar el trabajo y lanzarnos a la aventura de escribir un libro, tocar la guitarra o pintar, incluso sabiendo que en nuestro país no había nadie que pudiese vivir de la literatura, de la pintura o de la música. Desistimos al cabo de un tiempo, después de más de mil páginas escritas, mil cuadros pintados y mil partituras hechas, que parecían absolutamente geniales porque ni nosotros mismos éramos capaces de comprenderlas.
Mientras luchábamos, veíamos a personas hablando en nombre de la libertad, y cuanto más defendían este derecho único, más esclavas se mostraban de los deseos de sus padres, de una pareja a la que prometían quedarse junto al otro "el resto de su vida", de la báscula, de los regímenes, de los proyectos interrumpidos a la mitad, de los amores a los que no se podía decir "no" o "basta", de los fines de semana en que se veían obligados a comer con quien no deseaban. Esclavas del lujo, de la apariencia del lujo, de la apariencia de la apariencia del lujo. Esclavas de una vida que no habían escogido, pero que habían decidido vivir porque alguien las había convencido de que era lo mejor para ellas. Y así seguían en sus días y noches iguales, donde la aventura era una palabra en un libro o una imagen en la televisión siempre encendida, y cuando una puerta cualquiera se abría, siempre decían: "No me interesa, no me apetece". ¿Cómo podían saber si les apetecía o no si nunca lo habían intentado? Pero era inútil preguntar: en verdad, tenían miedo de cualquier cambio que viniese a sacudir el mundo al que estaban acostumbrados.
Nos dicen que somos libres, ya lo sabemos antes de que nos lo digan, porque la libertad aún sigue siendo lo que más apreciamos en este mundo. Claro que esto nos lleva a beber vinos que no nos gustaron, a hacer cosas que no deberíamos haber hecho y que no volveremos a repetir, a tener muchas cicatrices en cuerpo y alma, a herir a alguna gente, a la cual acabamos pidiendo perdón en una época en la que comprendemos que podíamos hacer cualquier cosa, excepto forzar a otra persona a seguirnos en nuestra locura, en nuestra sed de vivir. No nos arrepentimos de los momentos en los que sufrimos, llevamos nuestras cicatrices como si fueran medallas, sabemos que la libertad tiene un precio alto, tan alto como el precio de la esclavitud; la única diferencia es que pagas con placer y con una sonrisa, incluso cuando es una sonrisa manchada de lágrimas.
Luchamos contra el ambiente hostil del siguiente empleo, donde el primer jefe nos tiene tres horas esperando, y no nos presta atención hasta que hacemos algo realmente absurdo, nos mira sorprendido y, sin saber porque, considera que somos perseverantes y que podemos enfrentarnos al enemigo, cualidades esenciales para el trabajo. Luchamos por un ideal político hasta que descubrimos que escuchar música es más divertido. Luchamos por el amor del primer, segundo y tercer novio o novia. Luchamos para tener el valor de separarnos del primero, del segundo y del tercero, porque el amor no había resistido, y necesitamos seguir adelante, hasta encontrar a la persona venida a este mundo para conocernos, y que no era ninguno de los tres.
Luchamos para tener el valor de dejar el trabajo y lanzarnos a la aventura de escribir un libro, tocar la guitarra o pintar, incluso sabiendo que en nuestro país no había nadie que pudiese vivir de la literatura, de la pintura o de la música. Desistimos al cabo de un tiempo, después de más de mil páginas escritas, mil cuadros pintados y mil partituras hechas, que parecían absolutamente geniales porque ni nosotros mismos éramos capaces de comprenderlas.
Mientras luchábamos, veíamos a personas hablando en nombre de la libertad, y cuanto más defendían este derecho único, más esclavas se mostraban de los deseos de sus padres, de una pareja a la que prometían quedarse junto al otro "el resto de su vida", de la báscula, de los regímenes, de los proyectos interrumpidos a la mitad, de los amores a los que no se podía decir "no" o "basta", de los fines de semana en que se veían obligados a comer con quien no deseaban. Esclavas del lujo, de la apariencia del lujo, de la apariencia de la apariencia del lujo. Esclavas de una vida que no habían escogido, pero que habían decidido vivir porque alguien las había convencido de que era lo mejor para ellas. Y así seguían en sus días y noches iguales, donde la aventura era una palabra en un libro o una imagen en la televisión siempre encendida, y cuando una puerta cualquiera se abría, siempre decían: "No me interesa, no me apetece". ¿Cómo podían saber si les apetecía o no si nunca lo habían intentado? Pero era inútil preguntar: en verdad, tenían miedo de cualquier cambio que viniese a sacudir el mundo al que estaban acostumbrados.
Nos dicen que somos libres, ya lo sabemos antes de que nos lo digan, porque la libertad aún sigue siendo lo que más apreciamos en este mundo. Claro que esto nos lleva a beber vinos que no nos gustaron, a hacer cosas que no deberíamos haber hecho y que no volveremos a repetir, a tener muchas cicatrices en cuerpo y alma, a herir a alguna gente, a la cual acabamos pidiendo perdón en una época en la que comprendemos que podíamos hacer cualquier cosa, excepto forzar a otra persona a seguirnos en nuestra locura, en nuestra sed de vivir. No nos arrepentimos de los momentos en los que sufrimos, llevamos nuestras cicatrices como si fueran medallas, sabemos que la libertad tiene un precio alto, tan alto como el precio de la esclavitud; la única diferencia es que pagas con placer y con una sonrisa, incluso cuando es una sonrisa manchada de lágrimas.