El hombre más sabio que jamás conocí me ha explicado en una ocasión que no existía en la vida experiencia comparable a la de la primera vez en que uno desnuda a una mujer. Sabio como era, no me había mentido, pero tampoco me había contado toda la verdad. Nada me había dicho de aquel extraño tembleque de manos que convertía cada botón, cada cremallera, en tarea de titanes. Nada me había dicho de aquel embrujo de piel pálida y temblorosa, de aquel primer roce de labios ni de aquel espejismo que parecía arder en cada poro de la piel. Nada me contó de todo aquello porque sabía que el milagro sólo sucedía una vez y que, al hacerlo, hablaba un lenguaje de secretos que, apenas se desvelaban, huían para siempre. Mil veces he querido recuperar aquella primera tarde en que el rumor de la lluvia se llevó el mundo. Mil veces he querido regresar y perderme en un recuerdo del que apenas puedo rescatar una imagen robada al calor de las llamas. Ella, desnuda y reluciente de lluvia, tendida junto al fuego, abierta en una mirada que me ha perseguido desde entonces. Me incliné y recorrí la piel de su vientre con la llema de los dedos. Ella dejó caer los párpados, los ojos y me sonrió, segura y fuerte. Tenía diecisiete años y la vida en los labios.
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